Ignacio de Loyola
(Azpeitia, 1491 – Roma, 31 de julio de 1556) fue un religioso español, fundador de la Compañía de Jesús. Declarado santopor la Iglesia católica, fue también militar y se convirtió en el primer general de la congregación por él fundada.
(Azpeitia, 1491 – Roma, 31 de julio de 1556) fue un religioso español, fundador de la Compañía de Jesús. Declarado santopor la Iglesia católica, fue también militar y se convirtió en el primer general de la congregación por él fundada.
Siendo
romántico de corazón, solía soñar con las hazañas militares que realizaría y
con las hermosas doncellas que cortejaría. Pero teniendo menos de 30 años de
edad, todos sus sueños se le vinieron abajo cuando el proyectil de un cañón le
hirió gravemente la pierna derecha en la batalla de Pamplona, a raíz de lo cual
terminó cojeando durante el resto de su vida.
Un hombre apasionado. La herida que sufrió en Pamplona fue un momento decisivo en la
vida de Ignacio. Fue durante su larga y dolorosa convalecencia que empezó a
sentirse interesado en el Señor y decidió que, en lugar de buscar la gloria de
hazañas militares y el honor del mundo, se convertiría más bien en soldado del
ejército celestial y trataría de lograr conquistas espirituales.
Y
eso fue lo que hizo. Ignacio siempre había sido un joven apasionado y, tras su
conversión, su naturaleza impetuosa encontró otro interés que le fascinó: la
Persona de Jesús. Así pues, cuando se hubo recuperado lo suficiente para poder
viajar, se dirigió a la ciudad de Montserrat, en la que hay un santuario
dedicado a la Virgen María. Allí, tan decidido como siempre, hizo una confesión
general de todos los pecados de su vida. Luego se pasó toda la noche en
profunda vigilia; luego, se despojó de sus finas vestiduras y de sus armas y se
vistió con las ropas ásperas de un mendigo. Luego decidió dirigirse a
Jerusalén, donde quería dedicar su vida a orar en los lugares en los que Jesús
había luchado contra Satanás.
Era
obvio que Ignacio no se contentaría con una conversión a medias. Tal como lo
había hecho con todos sus proyectos anteriores, se entregó a cultivar su nueva
vida con todas las fuerzas, la devoción y la decisión que pudo reunir. ¡Se iba
a convertir en santo aunque le costara la vida!
Pero
algo sucedió que vino a ser un momento más decisivo aún para Ignacio. Después
de su estadía en Montserrat, se detuvo en la ciudad de Manresa, con la
intención de pasar unos días pidiendo limosna y preparándose para su viaje,
pero sucedieron cosas inesperadas que lo detuvieron allí por diez meses
completos. Esta prolongada estadía en Manresa terminó siendo una gran
bendición, porque puso a Ignacio en una trayectoria totalmente diferente que le
produjo un impacto profundo, no sólo en su vida sino también en la iglesia a la
que finalmente terminaría sirviendo.
Cristianismo extremo. Cuando recién llegó a Manresa, Ignacio quiso mantener la extrema
austeridad que había adoptado en Montserrat: ayunos rigurosos, disciplina con
mortificación, renunciamiento extremo, un mínimo de sueño y horas incontables
de oración. Estaba decidido a doblegar todos los impulsos de su naturaleza
caída y reformar su vida interior de la manera más completa posible. Un ejemplo
resulta elocuente: Ignacio se había preocupado siempre de su apariencia
personal, por lo que trató de contrarrestar su vanidad dejándose crecer el
cabello y las uñas de manos y pies con total descuido.
Pero
esta táctica no le funcionó muy bien. Durante los primeros cuatro meses que
estuvo allí, se sintió atormentado por la culpa de pecados pasados que ya había
confesado, y se sentía tentado a vanagloriarse por la manera en que procuraba
humillarse. El miedo de que jamás lograría avanzar en la vida espiritual empez
ó
a hacer presa de él. Tan grave se puso la situación que incluso pensó en
arrojarse ventana abajo para encontrar alivio para el tormento de su mente,
pero solamente el pensamiento de que el suicidio era un pecado mortal le
impidió llevarlo a cabo. Con todo, hubo ocasiones en que apenas le parecía
estar vivo. Al menos dos veces se vio tan enfermo por la negligencia de sí
mismo que estuvo al borde de la muerte y necesitó atención médica para
recuperar la salud.
Después
de un ayuno de toda una semana que le resultó infructuoso, el confesor le
ordenó comer y le prohibió que volviera a confesar los mismos pecados del
pasado. Consciente del valor de la obediencia por encima de todo, Ignacio acató
la orden, y sólo cuando lo hizo empezó a ver que las cosas iban cambiando. El
sentido de culpa por sus pecados antiguos desapareció. Se bañó, se cortó el
pelo y las uñas y empezó a comer con mayor regularidad; además, dejó de lado
algunas de sus prácticas de mortificación.
Esta
moderación le trajo cierta calma y una mejor disposición para percibir y
aceptar la voluntad de Dios, a quien venía buscando desde Montserrat. Es decir,
en lugar de tratar de esforzarse por encontrar al Señor mediante actos heroicos
pero imprudentes, Ignacio adoptó un ritmo de vida más calmado para que fuera el
Señor quien lo encontrara a él y lo abrazara. Como resultado, descubrió una
enorme alegría, una paz más profunda y una oración más productiva. Ya no era él
quien se empeñaba por hacer que sucedieran las cosas en su vida espiritual; más
bien, dejaba que Dios hiciera el trabajo y él cooperaba.
Un hombre nuevo con una
mente nueva. Los resultados fueron
asombrosos. Casi en la misma época en que Ignacio empezó a cuidarse más,
también empezó a experimentar la presencia del Señor en su oración de una
manera nueva y profunda. Ciertas verdades, como la Santísima Trinidad, la
presencia real de Cristo en la Eucaristía y la naturaleza humana de
Jesús
empezaron a cobrar sentido para él, de manera que se le quedaron grabadas no
sólo en el intelecto, sino también en el corazón, todo lo cual empezó a aflorar
en una actitud más apacible y una mejor disposición.
Todas
estas experiencias llegaron a su punto culminante un día, probablemente en el
otoño de 1522. Al salir de una iglesia en las afueras de Manresa, Ignacio se
sentó junto al río Cardoner y se puso a orar. Hablando de sí mismo en tercera
persona, más tarde describió de esta manera lo sucedido:
Y estando allí sentado se
le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión,
sino entendiendo y conociendo muchas cosas … y esto con una ilustración tan
grande, que le parecían todas las cosas nuevas … Y esto fue en tanta manera de
quedar con el entendimiento ilustrado, que le parecía como si fuese otro hombre
y tuviese otro intelecto” (Autobiografía
de San Ignacio de Loyola, 30).
Este
fue el segundo momento decisivo para Ignacio. De hecho, a menudo decía que esta
experiencia junto al río Cardoner fue más intensa y le cambió la vida más que
todas las otras experiencias juntas que había tenido en la oración.
¿Qué
fue lo que experimentó Ignacio al borde del río? Nunca lo dijo expresamente,
aunque aquellos que lo acompañaron más tarde se lo preguntaron varias veces.
Pero la propia historia de su vida contiene indicios que tal vez nos ayuden a
responder la pregunta.
Ignacio quedó convencido de
que aquello que experimentó junto al río no era sólo para él, sino para todos.
Vio que Dios quería darse a conocer a todos los humanos, y hacerles
experimentar su amor con la misma intensidad con que él lo había hecho. Vio
también que Dios quería colmar a sus hijos de entendimiento espiritual, y
abrirles el corazón y el intelecto para darles a conocer el sentido de la
Sagrada Escritura, de la propia Identidad Divina y de su perfecto plan de
salvación. Esta es la razón por la cual Ignacio comenzó a organizar sus apuntes
acerca de la vida espiritual y redactar un manual que pudiera usar para ayudar
a otras personas a acercarse al Señor. De ahí surgieron los Ejercicios espirituales de San
Ignacio que hoy conocemos.
Ignacio
utilizó sus ejercicios espirituales para guiar a otras personas a recibir este
tipo de experiencias. Les enseñó a leer un relato de la Biblia (como la Última
Cena o la Anunciación) de una manera que el lector se situaba imaginariamente
como espectador en medio de lo que sucedía. De esta manera, con la ayuda del
Espíritu Santo, podían “percibir” lo que Jesús o la Virgen María o algún otro
apóstol estaba sintiendo y experimentando, y aprender así cuál era la voluntad
de Dios y enamorarse del Señor con mayor profundidad. Así era como el propio
Ignacio oraba en Manresa, y le resultó tan provechoso que estaba seguro que
cualquier otra persona se beneficiaría también.
Todo
lo que había experimentado, sus ejercicios espirituales y lo que estudió más
tarde lo llevaron a fundar la orden de los jesuitas, la “Compañía de Jesús”,
una de las más importantes de la Iglesia. La fiesta de San Ignacio de Loyola se
celebra el 31 de julio.
El arte de ser cristiano. Todo esto nos lleva a una pregunta y a una invitación. La
pregunta es: ¿Quiero recibir yo lo mismo que tuvo Ignacio? ¿Creo que Dios puede
revelarse a mí de una manera cada vez más profunda y que esta revelación puede
llenarme el corazón y aliviar mis pesares? Queridos hermanos: efectivamente,
claro que es posible que nosotros conozcamos a Jesús con la misma intensidad
con que lo conoció Ignacio. Después de todo, antes de su conversión, no era más
que un aspirante a soldado lleno de egoísmo y vanidad; pero a través de la
oración, la perseverancia y la humilde apertura de su corazón, llegó a
transformarse en un seguidor apasionado y alegre de Jesús. Si Dios pudo cambiar
a Ignacio, ¡claro que puede cambiar a cualquiera de nosotros!
En
cuanto a la invitación, es una que viene directamente del Señor. Jesús invita a
cada uno de sus fieles a tener su propia “experiencia de Manresa”, es decir,
nos invita a buscar su revelación; a encontrar una nueva libertad y confianza
en su amor; nos invita a iniciar una vida de verdadera santidad, incluso
mientras llevamos a cabo nuestras actividades cotidianas. Obviamente, no
tenemos que pasar por todos los rigores a los que se sometió San Ignacio, pero
sí tenemos que aprender el arte de seguir a Jesús de todo corazón y recibir su
amor y su paz.
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